
Ese día prometía. Un recorrido de varios pueblecitos abandonados por un valle encantado iba a ser muy interesante. En el desayuno ya se imaginó haciendo un montón de fotos, de las normales y de las “raras”, como solían decirle sus amigos.
Había llovido la noche anterior, pero la mañana era resplandeciente. El sol derretiría la nieve poco a poco, pero podrían disfrutar del paisaje bastantes horas aún. Cuando llegaron al caserío, empezaron a caminar despacio. Entonces lo supo: allí había material de primera. Empezó a descubrir rincones e imaginó retazos de una vida pasada. Notaba que el aire que respiraba, además de frío, era diferente. “Huele a paz”, pensó.
Mientras caminaba disfrutando de lo que veía y sentía, llegó a un camino que bajaba un poco. En ese momento vio algo amarillo con manchas horizontales negras que se movía lentamente ante sus pies. Lo invadió la alegría porque era bastante difícil un encuentro como aquel. Sí, era como aquella imagen que aparecía siempre en los libros de primaria, y recordó inmediatamente su nombre, orgulloso de su memoria. Ella cruzó el pequeño sendero, sin prisas, parando de vez en cuando para dejarse fotografiar. No le tenía miedo. Antes de desaparecer tras las ruinas de un muro cubierto de musgo, paró. Fueron sólo tres segundos, pero le pareció que lo miraba, como despidiéndose.
Después de aquello, estaba más que satisfecho con aquella excursión. Continuó por el caserío, y localizó una vivienda que tenía medio abierta la puerta. Y eso le intrigó. Se dirigió a ella, aún pensando en su amiga. Y entonces todo se derrumbó: un dolor brutal le atravesó el cuerpo cuando resbaló y cayó sobre la enorme piedra húmeda. Húmeda como la salamandra que poco antes había conocido. Su última foto.
Antes de perder la conciencia, le dio tiempo de ver todo un cielo de tonalidades rosa.
